Hoy falleció Alberto Aleandro Uderzo Crestini, para los que no saben de quién se trata, les voy a contar una historia:
Algunos años atrás, unos cuantos, estaba solo, no tenía pareja —era joven y muy tímido—, trabajaba todo el día y mi vida era más bien triste.
Un día, dos amigos, hermanos ellos, llamados Alfredo y Hugo Galcius, me acercaron unos álbumes de cómics llamados “Asterix”. Justo esa semana hubo un gran apagón en el barrio —era muy común en esos tiempos, que en Casabó nos quedáramos sin luz varios días de corrido en el mes— y tuve una semana para leerme todos los “Asterix”, unos treinta, quedé fascinado por las tramas y principalmente, por las ilustraciones de Uderzo.
Lo que para mí lograba Uderzo con Asterix, era el sentimiento de participación. Con sus ilustraciones creaba un lugar en el que uno quería estar, personajes de los que uno quería ser amigo e incluso el pueblo donde vivían, en la Galia, ofrecía un lugar acogedor, donde los valores eran los de la buena vecindad, la amistad y la unidad frente a un enemigo común, en este caso, los invasores romanos.
Muchos de esos álbumes, los leí por primera vez con luz de farol a querosene. Los apagones no permitían otra cosa después de que, a mis quince o dieciséis años, regresaba del trabajo de ocho o más horas para encontrarme con el “apagón”. Sin luz eléctrica, me acomodaba en el sillón de mi habitación con el farol al lado y leía “Asterix” y cuando terminaba cada historia, absolutamente todas, que yo recuerde, concluían con una gran comida de jabalíes asados en una enorme mesa redonda en medio del pueblo y Uderzo, magníficamente, le daba una iluminación sugestiva que provocaba un sentimiento de participación, de estar ahí, de no estar solo y de que la falta de luz no importara, porque la amistad, el “grupo” y la enorme fogata donde se asaba la carne para todos, democráticamente, eran más reales que la propia realidad oscura y gris en la que vivía.
Incluso, como algo anecdótico, una vez estaba leyendo creo que “La Cizaña” — el malvado era un personaje llamado “Detritus”— después de cinco días vino la luz, y me sentí como en un hospital, como que la luz eléctrica me había arrancado de la aldea gala y transportado, sin que yo quisiera, a un lugar ascético y frío, sin árboles, sin fogatas, sin fiestas y sin el bardo colgando del árbol —vivo, claro— con una mordaza en la boca, para que no aturdiera a los presentes con su horrible voz y sus tontas canciones.
Y si les parece mal que al pobre bardo lo ataran y amordazaran para poder pasar un buen momento tribal, les confieso que yo conocí personalmente a muchos “bardos” de las letras que provocaban eso mismo, atarles las manos para que no escribieran más, por respeto al prójimo, o cerrarles la boca por las dudas que intentaran leer en voz alta sus cosas aburridas y pretenciosas.
Pero volvamos a Uderzo, su visión de la antigua Galia, la sensación de pertenencia a la aldea, más allá de los guiones increíbles de René Goscinny, su elección de luces y sombras, con sus paletas de colores y con cada uno de los detalles de los bosques, del pueblo galo e incluso, de la frialdad del campamento militar romano de turno, con jefes inhumanos que solamente se humanizaban cuando Asterix y Obelix los curtían a golpes y los hacían volar cincuenta o cien metros para que cayeran con los cascos abollados y con la mitad de los dientes, fue lo que me sacó por unos minutos del limbo en el que vivía, como un calmante que me ayudó a atravesar etapas de dolor y llegar a otro tipo de literatura como la de Lovecraft, Vance o Clarke que me transportaran definitivamente fuera del mundo real y agobiante, el mundo de los trabajadores cuya vocación no es la que les da de comer y los ayuda a pagar cuentas y encima, apenas.
Y Uderzo se fue hoy, vivió como quiso, todo lo que quiso y ahora debe estar con sus personajes en alguna parte, con Asterix, Obelix, el Druida, el bardo —que en otro mundo debe desafinar menos y ser un virtuoso de la lira—, con el jefe, el pescadero, la mujer bonita del pueblo y su esposo decrépito —el típico “billetera mata galán” que además en español se llama Edadepiedrix—, el perrito de Obelix, Idefix, los pobres piratas a los que siempre les hundían el barco y volvían a botar otro en nuevo número para que sucediera lo mismo —algo así como la muerte de Kenny—, y obviamente, Julio César, con su dignidad incólume a pesar de las innumerables derrotas sufridas a manos de los galos y su arma secreta, la poción mágica que da súper fuerza creada por el Druida, Panorámix.
Tanto el diseño de los personajes, como los paisajes donde se desarrollan las historias, las noches de luna llena, los bosques atravesados por los rayos de sol, los colores y los ambientes, son de esas cosas que uno recuerda como si las hubiera vivido.
Y principalmente la comida final, donde la gente del pueblo festeja un nuevo triunfo contra los romanos, o el regreso de sus defensores, Asterix y Obelix, de alguna misión fuera de las Galias, tanto en Egipto, Gran Bretaña, Germania o incluso Roma.
Y en ese lugar debe estar ahora Uderzo, comiendo carne de jabalí asado y bailando sobre la mesa circular y lejos de este mundo de hoy, de esta pandemia mundial que nos ha obligado a encerrarnos y esperar una vacuna para ganar tiempo antes de la próxima pandemia.
¿Qué Uderzo se fue en un buen momento? Quizás, pero como dije anteriormente, se fue cómo y cuando él quiso, cuando ya no podía dibujar más y después de seleccionar un equipo de artistas para que continuaran con su legado y el de René Goscinny, que murió prematuramente a los cincuenta y un años.
Quizás un día, cuando pase esta pandemia, cuando podamos salir a la calle tranquilos, bueno, más o menos tranquilos, miremos al cielo y formada por las nubes, podamos ver un episodio inédito de Asterix. Eso, verdaderamente, sería genial.