Estaba corrigiendo un cuento y no es tan fácil escribirlo sin caer en exageraciones narrativas, o intentar decir cosas que los personajes no dirían en la vida real. En un cuento cada palabra debe ocupar el lugar adecuado. Es por eso que los que dicen que es fácil escribir un cuento, mienten. A pesar del gran valor de los cuentos, y de que muchos de ellos son considerados obras maestras de la literatura, algunos editores los menosprecian, lo mismo que a las antologías. Por eso cuando se les envía una selección de cuentos, al menos en el mundo hispano, la desestiman ya que creen que no funciona.
Me ha pasado antes, bastante antes, por suerte.
Hay escritores que brillan más en los cuentos porque fluyen y no tienen que rellenar páginas y más páginas de texto insustancial para alcanzar las fatídicas 60.000 palabras mínimas. Pero por si no lo saben muchos de los que estarán leyendo esto, “La Metamorfosis”, de Kafka, a veces es editada como libro y tiene alrededor de 20.000 palabras. Es una “novela corta”, forma narrativa que muchos editores tampoco quieren publicar porque creen necesitar libros que cuesten más al público y por ende dejen más ganancias, u ocupen mucho espacio en la vidriera de la librería, o en la biblioteca de los postureros.
Años atrás, cuando tenía alrededor de veinticinco años, ya había conocido más de veinte personas que querían libros “gordos” para que ocuparan espacio en su biblioteca que fungía como un mueble de estatus, y cuyos libros jamás habían leído. Como tema de conversación quizás conocieran el texto de unas cuantas solapas, pero nada más que eso.
Siempre pensé que esa particularidad del postureo de exuberantes bibliotecas en algunas personas es como la 4×4 grande, o el arma que los texanos llevan al supermercado: aparentar más de lo que son. No es que ser un intelectual sume tanto en estas sociedades, pero en los ambientes de clase medio alta el poseer una biblioteca da una idea de que su dueño es inteligente, lo mismo que el llevar una cartera Gucci da una idea de glamour.
Volviendo al tema del cuento, William Faulkner decía que:
“Cuando es seriamente explorado, el cuento es más difícil y disciplinado que la prosa. En una novela, el escritor puede ser más descuidado y dejar escoria y lo superfluo, que sería desechable. Pero en un cuento… casi todas las palabras deben estar en su ubicación exacta”.
Un cuento es como una canción, la musicalidad tiene que ser perfecta, o casi perfecta. Y obviamente no me estoy refiriendo a una canción de Arjona, de Ricardo Montaner, o lo que es más siniestro… del yerno de Ricardo Montaner.
En una novela uno puede estirar la trama, incluir anécdotas, jugar con los personajes, dejarlos hacer lo que quieran, pero en el cuento no. Cada protagonista debe moverse como una pieza en un tablero de ajedrez, con sus propias reglas.
Y el escritor también está sometido a reglas, no puede explayarse en temas personales o en puntos de vista, sino que debe buscar la armonía y la perfección en lo que escribe.
El cuento no se narra para lectores, es independiente de estos y no debe tener redundancias, sino que debe ser funcional a él mismo. El lector debe sentarse con el cuento frente a él sin ser más parte que la de un testigo accidental. Un cuento no es un karaoke, quizás algunas novelas sí lo sean y por eso hay gente que se disfraza como sus personajes haciéndose partícipe de una u otra forma. Dudo que si Harry Potter hubiera existido como un simple relato de ocho mil palabras, habría tanta gente subida a una escoba haciendo cola en una librería cuando se publica un nuevo ejemplar de la saga.
Guy de Maupassant decía que era más difícil escribir cuentos que novelas, y Moacyr Jaime Scliar, el escritor brasileño, contaba que:
“Valoro más el cuento como género literario. En términos de creación, el cuento requiere mucho más que la novela… Recuerdo varias novelas en que salté pedazos, tramos muy aburridos. Mientras que el cuento no tiene término medio, es bueno o malo. Es un reto fantástico. Las limitaciones del cuento están asociadas con ser un género corto, que la gente liga a una idea de la facilidad; por eso cada escritor comienza cuentista”.
¿Quién no se salteó tramos aburridos en una novela donde la historia central era interesante pero se quería llegar al final cuanto antes? Al menos yo lo hice más de una vez, o incluso leí el final cuando iba por la mitad porque me pareció que el autor estaba tratando de estirar la trama, quizás por exigencia del editor. Me sucedió dos veces con Peter Straub, para ser más preciso con “Dragón” y “Fantasmas”. Hubo momentos en los que no pasaba nada, donde los personajes hablaban y hablaban, o hacían una vida cotidiana demasiado “larga” y lo fantástico y terrorífico no aparecía más. Y si nos disponemos a leer una novela de horror, queremos horror, claro. Y ahí solamente estaban los típicos personajes estadounidenses con sus taras y problemas primermundistas que, a mí realmente no me provocaban nada… hasta que apareció lo fantástico y se podría decir que, dada mi vieja militancia en el género, pude remar hasta al final. Pero aclaro que hoy no soportaría leer a Peter Straub, como no soporto leer novelas de Stephen King por el mismo motivo.
El lector habitual quiere mucho al relato, al menos el lector ocupado, no el que está todo el día sin hacer nada y con su vida resuelta. El lector trabajador prefiere muchas veces una lectura rápida, algo que pueda resolver en un par de horas, o un par de días. Que lo infiltre y después lo rescate de un mundo sobrenatural, o de una realidad que no es la suya. Por eso las antologías de cuentos son tan útiles, porque nos permiten entrar en varias tramas, personajes, situaciones y misterios en el mismo tiempo que lo haría una sola novela. Porque la novela es otra cosa, es más inmersiva, introduce más al lector en mundos o situaciones complejas, pero hay que tener tiempo para dedicarle. Por eso relato y novela son dos cosas diferentes creadas para personas diferentes con diferentes realidades.
Yo creo que los editores deberían tomar más en cuenta las antologías de relatos y no ir a los cabezazos pidiendo novelas porque “se venden más”. En los géneros de la ciencia ficción, la fantasía y el horror, al menos, son más codiciados los libros de relatos. Si solamente se consumieran novelas nadie conocería a genios como Lovecraft, Machen, Poe o Blackwood, cuyo fuerte eran los cuentos o las novelas cortas. Si alguien pretende leer una novela de Lovecraft, solamente encontrará “El caso de Charles Dexter Ward”. El resto de su obra se compone de relatos o novelas cortas. Y si fuera como dicen los editores, no existirían revistas literarias como Asimov, Analog, Freeman’s, Visions o American Chordata, entre tantas otras. Ni hablar de Revista Mordedor o la revista del Círculo de Lovecraft (guiño, guiño).
Refiriéndose al cuento, Borges decía esto con su característica modestia apócrifa:
“En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver, por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona.
Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí —eso es una solución personal mía—, creo que lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo —si se trata de un cuento porteño—, elijo lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque, ¿quién puede saber exactamente cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: “No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión”.
Lo que quiere decir Borges con esto no es solamente la forma en la que él escribe, —y cuando me refiero a modestia apócrifa es porque Borges era cualquier cosa menos modesto— sino que un cuento permite libertades que una novela no. Por ejemplo, Borges prefería escribir sobre algo que al lector no lo transformara en un inspector y eso con una novela es imposible porque en tal cantidad de palabras, es muy difícil no cometer algún desliz, o especular con liviandad sobre algo en lo que algún lector puede estar versado. Ya en el relato como no existe espacio para divagar o para aturdir con referencias wikipédicas, es más fácil quedar bien parado.
Pero eso no quiere decir que no se pueda especular con teorías científicas, hechos históricos, o conocimientos de mitología u otras disciplinas que no todo el mundo domina. E incluso es posible utilizar teorías complejas rayando apenas su superficie en una trama, provocando al lector la curiosidad de profundizar en el tema y de paso, haciéndolo un poco más culto.
Porque en el cuento todo es posible.
Hemingway escribió:
“Si un escritor deja de observar está acabado. Pero no tiene que observar conscientemente ni pensar en cómo le será útil lo observado. Quizá podría pasarle al principio. Pero después todo lo que vea ingresará en la gran reserva de cosas que conoce o ha visto. Por si sirve de algo, yo siempre intento escribir según el principio del iceberg. Hay siete octavos de iceberg bajo el agua por cada parte que se muestra en la superficie. Puedes eliminar cualquier cosa que conozcas y sólo fortalecerás tu iceberg. Es la parte que no se muestra. Si un escritor omite algo porque no lo conoce, hay un agujero en la historia”.
El cuento muchas veces puede ser la punta del iceberg de una novela. Hay ejemplos como “La quinta cabeza de Cerbero”, de Gene Wolfe, que supera apenas la máxima extensión de un cuento. Yo la leí primero en una antología como “novela corta” y después compré la novela compuesta de dos partes más donde Wolfe se explayaba sobre el tema medular, e incluso hacía ganar a la historia muchísimo dando a entender cosas que en la primera parte apenas se insinuaban, desarrollando un universo de una riqueza increíble.
Pero a veces eso no funciona tan bien. Hay escritores que concluyen un cuento y consideran que debería transformarse en novela porque es una gran idea, que se desperdicia en tan poco espacio, o que ganará más dinero extendiéndolo.
Reconozco que hay escritores que no tienen grandes ideas, tampoco muchas ideas —o ninguna y las toman de otros— y en ese caso les puede parecer tentador explotar esa idea hasta el límite —más si es de otro porque no es tan fácil robar, principalmente si el otro se da cuenta—, pero si se es un escritor con grandes ideas, lo mejor es concluir el cuento y seguir con uno nuevo. El ser demasiado ambicioso —y tonto— provoca que se pierda un tiempo valioso para desarrollar otras historias, y seguramente, cuando no fue la idea original escribir esa obra como una novela, va a seguir la ley de Sturgeon que dice que “el noventa por ciento de todo es basura”.
También puede suceder lo contrario.
Por ejemplo, antes escribía cuentos donde quería decir muchas cosas. El motivo era que no tenía la experiencia suficiente para darme cuenta de que esas cosas desviaban al lector de la trama central. Como quién dice quería escribir una novela del tamaño de un cuento y eso no sólo es imposible, sino que arruina el trabajo final porque el lector avezado y el editor aún más avezado se dan cuenta al instante de que en esas 8.000 palabras se intentaron meter 30.000, y algunas se salen para los costados, o cuelgan de los pliegues del relato como cuando a una pizza con muzarella se le pone demasiada salsa, la muzarella se desliza encima, la salsa se cae y nos manchamos las manos y la remera que ya tenía agujeros, pero estaba limpia.
La metáfora parece burda, pero no por eso es menos acertada.
Con el tiempo uno va aprendiendo a usar las palabras necesarias para decir lo que quiere decir y no se sale de la estructura, que no es algo que se enseñe, sino que se siente.
Escribir un cuento no tiene una técnica, tiene un sentir. Pueden decir que sí, que existe esa técnica y miles escriben millones de artículos o ensayos sobre esa técnica, pero la realidad es que al final, todo es sensibilidad y oficio. Y la sensibilidad y el oficio no se enseñan, porque una se trae de nacimiento y el segundo se aprende a lo largo de toda la vida, como cualquier otro. El herrero no hace una buena espada sin quemarse un montón de veces las manos, o sin partir las hojas anteriores cuando prueba su resistencia. Y el cuento es lo mismo, con la diferencia de que, gracias a la tecnología, podemos corregirlo en un editor de texto antes de imprimirlo.
Cuando yo empecé con esto de ser escritor solamente teníamos lapiceras y libretas o cuadernos. Si éramos más o menos pudientes, máquinas de escribir, y si se era un potentado, una IBM eléctrica. En mi caso no era ni una cosa ni la otra por lo que, teniendo la suerte de comenzar a trabajar con un técnico en máquinas de escribir, pude reconstruir pieza por pieza una vieja Remington cuyos pedazos estaban dentro de una bandeja de acero y comprarla por muy poco dinero. Roberto Alfonso, que era mi jefe, me hizo ese favor cobrándome un precio simbólico por ella.
Con esa Remington escribí mis primeros trabajos y estos eran cuentos. Más tarde lo hice con mi primera novela, “Revoluciones Paralelas”, que era una cosa bastante infantil de 101 hojas tamaño carta, cuya única virtud fue que en ella incluí por primera vez a un “Mordedor”.
Pero como es lógico, no es coherente comenzar con una novela cuando apenas se sabe escribir un cuento.
Es por eso por lo que recomiendo al novato que comience escribiendo cuentos, cuanto más cortos mejor hasta ir desarrollando más eficazmente la técnica narrativa.
En Twitter dos por tres, tres más que dos, veo a gente que intenta ser escritor diciendo, “estoy escribiendo mi primera novela”, —buscando muchos likes, claro— y eso es ridículo. Nadie con un mínimo de sentido común empieza con una novela, y mucho menos alguien que ni siquiera hizo un curso con gente que sí haya escrito novelas y que por eso le va a recomendar que comience con un cuento. Es como decían en mi barrio, “si te tirás un pelo más grande que el culo, seguro que después tenés hemorroides”, o siendo menos burdo, como terminar las clases de manejo y comprarse un McLaren MCL35 y encima querer ganarle a Hamilton en Silverstone.
Piano, piano, dicen los italianos o el pianista cuando lo invitaron a tocar en un bar y lo sentaron frente a un violoncello. Por eso es por lo que el cuento es tan importante, porque todos deberían empezar por ahí, y por suerte, muchos se quieren quedar ahí. Gracias a eso, tenemos maravillas como las de Bradbury, Machen, Palahniuk, Bierce, Chandler, Borges, Brown y tantísimos otros.
Para concluir les doy un consejo final: si un editor les dice que las antologías de cuentos no son viables, recomiéndenle que deje el negocio editorial y ponga una verdulería, porque posiblemente nos estemos perdiendo de un fabuloso experto en tomates y lechugas —algo así como El Rey de la Ensalada—, que seducirá a las veteranas del barrio con la involuntaria exhibición del exuberante y sudoroso borde de la raya de su trasero.
Y como se pone al final de un relato, Fin.
© RB.