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“EL INFIERNO SON LOS OTROS”

Creo que estamos estancados en el género del horror. Ya nos han dado sobredosis de descuartizamientos, masacres, gente quemada, cortada en pedazos, enloquecida, canibalizada… Cada vez que veo una película solamente pienso: ¿es tan importante la forma de morir? ¿Si de todas formas todos van a morir, y más los idiotas que se meten en lugares donde obviamente hay un demente o un monstruo?

Yo creo que Lovecraft fue un poco más allá con “El que susurra en la oscuridad” con los cerebros en “bollones de mermelada”, para que bicharracos inmundos te pasearan por un universo espeluznante donde tu única escapatoria fuera la locura.

Por ejemplo, en “Midsommar”, ese clon visualmente atractivo de “El Hombre de Mimbre”, Ari Aster utiliza la festividad bucólica del “San Juan sueco”, la llena de guiños con leyendas de otras festividades más retorcidas, le agrega los tan manidos sacrificios y et voilà, el incauto se aterroriza ante la mínima referencia a un evento sobrenatural. Pero sólo el incauto. Todos sabíamos desde el comienzo que iban a morir protagonistas secundarios, que ese lugar era malsano, y esos suecos de ojos inescrutables eran dementes que seguían tradiciones arcaicas donde la sangre y el cuerpo humano son los más indicados para solazar a los dioses antiguos. Aster plantea todo de una forma donde ya desde antemano sabemos el final. Que siguiera uno u otro camino, es insustancial porque en el remate lo fáctico es que varios de los visitantes yankis van a terminar como abono para las plantas.

Un caso diferente es el de “El hombre de mimbre”, de Robin Hardy. El policía que llega al pueblo investigando la desaparición de una niña es emboscado, lo mismo que el espectador, y en ese caso hay una sorpresa final. Pero estábamos en los setenta y hasta los ochenta se pudieron ver muertes horrendas y originales, como las de “The Thing”, de John Carpenter, donde una entidad colectiva alienígena copia los cuerpos humanos de una forma grotesca, y lo único que queda de la persona son fragmentos de información que la entidad va a utilizar para camuflarse y seguir reproduciéndose.

Ya en el caso de “Usurpadores de cuerpos”, la muerte es más apacible cuando el individuo duerme mientras es clonado sin las partes molestas, como las emociones que nos hacen llorar con Bambi.

Pero volvamos a la raíz de a lo que me referí al principio, ¿qué queda de nuevo para aterrorizar a los lectores o espectadores de un film de horror? Porque machacar el cuerpo de un bebé como lo muestra Robert Eggers en su film “La Bruja” es barato y en mi caso —y en el de unos cuántos más— solamente provocó que dejara de ver la película. Eso no fue horror, eso fue de pésimo gusto y recurrir a lo más pobre y básico como asesinar bebés, niños, gatitos, pollitos y perritos indefensos, cuando eso no es lo medular de la historia sino un recurso para provocar indignación y revulsión es de burros, o de alguien que carece del talento necesario para insinuarlo de una forma más elegante.

Como escribí para unas preguntas en la Mesa Cerbero de Altavoz Cultural (https://altavozcultural.com/2021/07/09/mesa-cerbero/), con la simple desaparición del bebé se hubiera creado una atmósfera más inquietante. El espectador “humano” estaría todo el tiempo pensando “¿qué le sucedió al bebé?”, y con la escena de la vieja bruja asesinándolo y machacando su cuerpecito en una marmita o una palangana donde se lavaba las partes, esa respuesta no sólo se nos ofreció de forma burda, sino que eliminó la posibilidad de crear un enigma que le hubiera dado a la película otra tridimensionalidad. Pero por suerte Eggers se redimió en parte con “El Faro”, aunque para mi gusto quedó un punto debajo de lo que esperaba y no por las geniales actuaciones de Dafoe y Pattinson, sino por su falta de un elemento fantástico sorprendente, y cuando digo sorprendente me refiero a la etimología de la palabra.

En un artículo anterior escribí que la “nueva” ciencia ficción no estaba aportando demasiado al género, que era más bien aburrida —que lo es salvando pocas excepciones— y que se premiaban obras por un tema de corrección política y no por calidad. En el caso del horror es diferente ya que no se tienen que seguir esos protocolos, por ahora, pero hay pocas voces que estén revitalizando al género. El único que he visto yendo un poco más allá es Ligotti. Los demás se conforman con regodearse alrededor de dos o tres temáticas donde el horror final son la locura o la muerte.

Los medios nos han insensibilizado tanto con las formas de morir en el horror que ya nada nos sorprende. Y eso es porque lo vemos en lo cotidiano, en los informativos donde se desvirtúa una muerte diciendo “tenía antecedentes penales”, como si eso deshumanizara, o se cuentan los casos de muertos por COVID-19 como meros números. Esa es parte de esta sociedad humana donde un misil israelí disparado a un edificio en los que son asesinados treinta niños palestinos es algo cotidiano, algo que no debe horrorizarnos porque obviamente, Israel es aliado incondicional de unos Estados Unidos que son dueños del noventa por ciento de los medios, y éstos esculpen la famosa posverdad de la forma que más sirve a sus intereses.

Pero como decía mi abuelo, “la culpa no es del chancho…”.

Esa es la sociedad en la que vivimos, donde cada día que nos levantamos nos encontramos con historias horripilantes que nos provocan… nada, irnos a escuchar música, comer, leer, escribir guarangadas en las redes sociales, ver una película o una serie y remotamente, quizás abrir un libro buscando dibujitos con tetas.

En medio de toda esa parafernalia de locura y muerte, de noticias terribles, de las nuevas cepas que hacen que las vacunas que nos dimos no sirvan para nada, de tarados viles que llevan bobas o malvadas, me es indistinto, con cucharas pegadas en la frente a una sesión de la cámara de diputados de Uruguay diciendo que las vacunas imantan, nos damos cuenta que no hay mucha ambición en contar una historia de horror y que las formas de muerte se repiten una y otra vez, o se actualizan a una versión 1.1.

Ya ni siquiera se parte de otra premisa completamente nueva para provocarnos ese sentido de la maravilla con el que nos sorprendió en su momento Lovecraft con su “Color surgido del espacio”, Machen con “El Gran Dios Pan”, Hodgson con “Los habitantes de la isleta Middle”, Blackwood con “El Wendigo”, o Clark Ashton Smith con “Las criptas de Yoh-Vombis”.

Clive Barker en su momento logró provocar una sensación de ajenidad con “Lo prohibido”, King en menor medida con “It” —hablamos de los libros, claro— o Ligotti con “La última fiesta de Arlequín”. Y sobre este último relato creo que el horror tiene que ir más por el camino de Ligotti que por el de Eggers, Aster o King. Es posible que sea más importante el enfrentar a los protagonistas a situaciones que los cambien como individuos, a que los descuarticen. Porque el cambio provoca más miedo a veces que la muerte. El no saber en qué nos vamos a transformar es aterrador, si pensaremos como el enemigo o si tendremos los mismos intereses que gente que nos resulta despreciable, todo eso puede provocar una experiencia sobrecogedora que moverá los hilos de nuestros arquetipos, para hacernos bailar como títeres bajo los dedos retorcidos de seres que considerábamos inmundos e inhumanos.

Y ahí quizás esté la fuerza de los personajes, en dejar de lado los intereses personales y los egoísmos para no doblegarse frente a lo despreciable.

Vivimos una época donde el peor mal surge de personas que están detrás de los que activan el disparo de un misil, o pilotean un dron para que vuele un edificio lleno de gente que no es enemiga de nadie, que no hace mal y trata de sobrevivir como puede, de gente igual a nosotros pero que tuvieron la desgracia de nacer sobre una tierra que esconde recursos que quieren los poderosos. Vivimos dentro de una obra de horror gigantesca y todavía, muchos de los que manipulan ese horror quieren exportarlo a Marte y seguir colonizando mundos para lograr sus fines infectos.

Ballard, en cierto aspecto profundizó en ello con novelas como “Rascacielos” o “Crash”. En ellas las formas de horror son el hacinamiento de personas incompatibles dentro de un gigantesco edificio autosustentable, o de tribus urbanas integradas por individuos hartos de la vida cotidiana, que buscan nuevas dimensiones de dolor, o para sentirse vivos, recrearse con los cuerpos humanos desmembrados de un accidente de tránsito.

Quizás el género del horror no tenga que apuntar a las formas de muerte, sino a las formas de cambiar a las personas que queremos y en las que confiamos, de aislarnos y dejarnos solos en esta realidad distópica. La soledad es más aterradora que la muerte ya que nos deja fuera del colectivo humano, haciéndonos exógenos a la “tribu” que nos ayudó a defendernos de las fieras, de los ecosistemas hostiles, y nos permitió evolucionar a lo que somos hoy. La soledad es extinción y ese es un temor aún peor que el de las formas de morir, aunque el colectivo también tiene sus problemas porque las personas no son todas iguales, cambian y no sólo nos defraudan, sino que en muchas situaciones nos traicionan y nos dejan a merced de la famosa máquina de picar carne en la que se ha transmutado esta sociedad.

Sartre dijo, “el infierno son los otros”. Quizás ahí esté el verdadero horror, en “los otros” y no en las consecuencias finales de cruzarnos con “los otros”, sean estos psicópatas, amigos o incluso miembros de nuestra propia familia que de un día para otro se volvieron irreconocibles y hostiles. Porque ¿de qué forma un individuo se puede defender de lo que ama, si lo que ama se vuelve el enemigo? Y si eso sucede, ¿hay que dejar de amar, o aliarse a lo innominable para no perder ese amor?

Y en las preguntas que uno se hace frente a las encrucijadas de la vida, está el secreto para escribir horror.

© RB.