Últimamente me han saturado bastante los libros de ciencia ficción de los autores de los innumerables nuevos subgéneros que se van creando para encajonar lo que intenta ser novedoso y vanguardista. Quizás eso me sucede por haber leído tantas obras de los grandes maestros que se forjaron en las trincheras donde la ciencia ficción era considerada un género menor y se escribía sin más aspiraciones que contar una historia, experimentar con el lenguaje, o tocar temas políticos que en ámbitos fuera del gueto era casi suicida.
Hoy voy más por el horror, creo que ahí se está dando una mejor batalla por la originalidad, sin tanta repetición de tópicos y con más sorpresas que en la ciencia ficción.
Temas como el espacio, las IAs, el futuro distópico, se han estancado porque la mente humana está estancada. Se está perdiendo el sentido de la aventura, mientras que vivimos cada día con el horror golpeando la puerta, donde las redes sociales comenzaron a mostrar verdades de lo que se cocía en cada casa, en cada familia. Jean-Paul Sartre escribió “el infierno son los otros”, y creo que ahí está el punto de interés en el horror, en lo cotidiano, y no en un hipotético universo de singularidades que, hasta ahora, no han aparecido más allá de lo obvio. Por ahora no hemos contactado con alienígenas, no hemos encontrado siquiera ruinas en Marte, no nos cruzamos con el pecio de una nave espacial —por ahora Oumuamua sigue siendo una roca— y en los radiotelescopios solamente se ha visto lo que se esperaba ver. Mientras que en esta pandemia la gente ha enloquecido y ha mostrado que Sartre tenía más razón que Asimov, o que al menos su frase es más inquietante que las escritas por “El buen doctor”.
Dentro de la ciencia ficción el que para mí se ha acercado más a mostrar la decadencia de nuestra actual civilización, de sus obsesiones y su locura, fue J.G. Ballard. Cada relato y novela de Ballard apunta a un hecho que hoy en día estamos viendo como algo cotidiano: que la masa humana está controlada por idiotas, que la indolencia reina y el sentido de la supervivencia se va perdiendo cada día, cuando las necesidades son más banales. Esta cultura ha dividido a los colectivos, ha creado una grieta donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Y eso tiene consecuencias en la sociedad, la ignorancia hoy en día es un mal común y se notó con esta pandemia.
Ballard fue el cronista de este siglo veintiuno que está naciendo contrahecho, donde en definitiva colapsará el macrocosmos de los edificios autosuficientes, con sus microcosmos enloqueciendo y regresando a lo feral. Se está perdiendo solidaridad, sentido común, respeto por los demás, a nadie le importa más que su autosatisfacción y el sentido gregario se va diluyendo en las pantallas de los smartphones por uno masturbatorio.
Por eso considero que la ciencia ficción no tiene mucho más que aportar a estos tiempos, pero sí el horror, porque este siglo nos está permitiendo profundizar en él. Ballard nos mostró el pavor de lo que se venía, la decadencia de la sociedad, o esas subculturas que van naciendo como hongos en esta civilización-metáfora en su novela “Crash”, porque Ballard, a pesar de ser considerado un escritor de ciencia ficción, en sus últimos años optó más por lo sociológico, lo psicológico y lo especulativo. Su “ciencia ficción” apuntó a lo cercano, a los “Mitos del futuro próximo”, como nombraría uno de sus libros de relatos. Y puedo asegurarles que se oculta más horror en sus obras que ciencia ficción, porque los protagonistas están sumidos en la inefabilidad, en realidades insoslayables que no pueden vencer siendo solamente elementos condenados al sufrimiento o la destrucción de sus psiques y sus cuerpos. Y les aseguro que hay más sentido de la maravilla en “Los escultores de nubes de Coral D”, que en cualquier historia donde la tripulación terrestre de una nave espacial se encuentra con una civilización alienígena, hay más alienidad en la subcultura de los escultores de nubes, que en los propios extraterrestres que describen la mayoría de los escritores de ciencia ficción.
Reconozco que he intentado leer a las nuevas “voces” de la ciencia ficción y sacando de la lista a China Miéville, que me cautivó y sorprendió con su novela “La Ciudad y la Ciudad”, el resto no me han provocado siquiera ganas de seguirlos leyendo. Uno de esos casos es “El problema de los tres cuerpos”, de Cixin Liu, que todo el mundo me recomendó como una obra innovadora y maravillosa, y no toleré más allá de las veinte primeras páginas.
Ni hablar de otros autores que no me vale la pena mencionar que me provocaron el mismo hastío y falta de interés, cuando traté de seguir los vericuetos de sus historias proyectadas en muchos casos para ganar premios por la gran cantidad de tópicos de moda o inclusión traída de los pelos.
Pero no me sucedió lo mismo con Thomas Ligotti, con sus horrores urbanos que me recordaron los temas que más le gusta tocar a Clive Barker con su “Lo prohibido”, porque Ligotti rasga y escarba en ese horror que puede estar en la esquina y es más probable que un monstruo que devora estrellas, o una civilización que conquista planetas parasitando a las razas que los habitan, o con la finalidad de robar el agua, el oro o la receta de los croissants rellenos de crema pastelera.
Y no es que haya simplificado mis gustos, ya que recorrí las galaxias con Silverberg, acudí al fin del universo en la Diaspar de Clarke, vi cómo los gusanos de arena eran cabalgados por los Fremen de Herbert, o presencié la singularidad que dejó el “Picnic Extraterrestre” de los hermanos Strugatski. Quizás tanta imaginación desbordada me agotó y ahora necesito preocuparme por lo cercano, por el horror que habita en la esquina de mi casa y no en una estrella distante que jamás conoceré.
Para mí es más atractivo Machen, con sus mitologías sobre hadas oscuras, misterios que acechan a unas decenas de metros de una morada que delimita el suburbio con un monte, un pastizal o una charca mohosa. Y sin lugar a duda el que supera a todos los que se preocupan de qué se esconde entre las estrellas es Howard Philips Lovecraft que, en lugar de llevarnos a los horrores galácticos primigenios en naves hipotéticas, los trajo él mismo a nuestros propios océanos, granjas o bosques ancestrales. Y los trajo para que los tuviéramos cerca, a la vuelta de la esquina o un poco más allá del horizonte de nuestras playas.
Es por eso por lo que las posibilidades del microcosmos son más interesantes que las del macrocosmos, lo mismo que las motivaciones de los monstruos que nos rodean, del infierno que son los otros y que nos ofrecen la posibilidad de descubrir formas de horror cotidiano complejas y originales.
En este siglo veintiuno es más revelador leer nuevamente a Ballard, o adentrarme en la morbosa urbanidad de Ligotti, Miéville o Palahniuk que intentar a la fuerza disfrutar de las novelas ganadoras del Hugo 2021 que denotan esa necesidad de los estadounidenses de premiar minorías o colectivos de moda, mientras siguen bombardeando civiles de naciones del tercer mundo con su vetusta letanía propagandística sobre la democracia y la libertad, cuando detrás de esas frases vacías está la abominación de individuos oscuros y retorcidos, cuya ambición enfermiza provoca la mayoría de los horrores cotidianos que nos acechan, o la angustia del no saber qué nos asolará dentro de un mes.
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