Chippo’s Diary 04
6 octubre, 2021

Chippo’s Diary 05

De fenecimientos y renacimientos.

“Si el dolor llama a tu puerta, hazte el que no estás”.

Milanesa Kundalini

 

Hoy era el gran día…

¿A qué no saben por qué, mis guapas admiradoras?

Para que entiendan, las voy a desasnar…

Una vez por mes me visitaba una dama de bien de ávida y gozante cavidad bucal. Y esa dama se encargaba de que “Chippo y Spinfo, fueran felices por toda esa semana”. Esa soberana, mecenas de un servidor, belleza lánguida y arquetípica, había sido reclutada por mí en una muestra de arte donde una lindura musculada de luengos cabellos rojos como el crepúsculo, —que desgraciadamente no era femenina, como descubriera en la intimidad, pero esa es otra historia— me había llevado para conocer al pintor abstracto “Culessión”, un chico nervioso de extraños aromas que temblaba y dejaba escapar pequeños gases de forma intermitente. En esa muestra, en una galería de la zona más señorial de Hoyitos, la avizoré.

¿Cómo describirla, mis cafres admiradoras? Era como cuando un montero, erguido sobre la colina más distante, ve surgir de las turbias aguas de un lago gigantesco a un ser antediluviano y críptido. Cuando la fisgué accedí a misterios rupestres: su piel era como la cubierta de un libro prohibido por la vil e hiriente mano de Torquemada, sus ojos, quizás antes de un azul mediterráneo, ahora eran dos canicas acuosas de un gris sciaenidae, pero cuidado, cuidado, eso no le quitaba belleza y mucho menos, atractivo. La observé como un ornitólogo lo hace con el ave más antigua y difícil de localizar, como la pieza fósil que todo paleontólogo busca solapadamente detrás de los testimonios de avistamientos de Mokèlé-mbèmbé.

Ella, larga y delgada como una serpiente albina, sostenía una cartera y una estola de algún pobre animalejo ya extinto, —un megaterio o alguna especie similar de su juventud— mientras firmaba cheque tras cheque para el imberbe y gaseoso artista y su representante, una señora de la misma postura que la dama, pero que denotaba ser carente de la finura de la descripta.

Y en esos momentos donde uno decide su destino, donde un servidor se juega todas las cartas en ese casino del tártaro dirigido por el descastado Jápeto, gané, no sólo gané, sino que pude gritar interiormente “¡Conga!”, porque ella, la dama de antediluvianos orígenes, giró su cabeza pequeña y peluqueante, me miró a los ojos… y sonrió. Y tenía dientes de diamante, y joyas y otras cosas que no me interesaron, como imaginarán, pero que… bueno, que llamaban la atención… bastante.

Y no les narraré aquí mis peripecias y acaecimientos, no, porque no soy amante de narrar las intimidades de una dama de tal prosapia, pero sí les adelantaré que todo concluyó de la mejor manera y a partir de ese momento, ella arribaba una vez por mes a mis dominios cantegrilísticos y después de beber de mi ambrosía golosamente, se retiraba dejándome un cheque con el que visitaba ese templo de la gula y el buen gusto llamado “Almacén de Don Cholo”.

Pero esta vez algo falló. Pasaron las horas y comencé a sentir preocupación porque la dama, Mirtha, era puntual a más no poder. Fue por eso que me deslicé hasta la mesita de luz, saqué la latita de rapé, la abrí y extraje de su interior, el “celular rojo”, un teléfono obsequiado por la dama, para que me comunicara con ella en caso de emergencia. Y lo encendí y llamé una y otra vez, hasta que de pronto y para mi zozobra, la línea se cortó y comenzó a repetirse una letanía que, como un heraldo del apocalipsis, repetía que ese servicio no existía más.

Cubierto por la desazón me vestí con mis mejores atavíos y partí hacia la mansión de la dama, no sin antes intentar consolar a Spinfo que me miraba con un gesto de congoja ya que era consciente, dentro de su supino cretinismo de tuso, de que la ausencia de la inveterada fémina volvía su futuro cercano en algo más bien dantesco.

Dejando al podenco en un constante ulular atravesé la villa, encaramándome de un carro de unos conocidos que hacían un arte de su oficio de hurgar la basura de otros.

Atravesamos la urbe a gran velocidad con el vehículo de tracción a sangre, tirado por sus cuatro cimbreantes hijos adolescentes y llegamos a más de doscientos pous del habitáculo de mi dama.

¿Lo anecdótico e hilarante de haber sido otra la coyuntura? Cuando golpeé el suelo con mis botas después de un atlético salto para descender del vehículo, de mi entrepierna se elevó una nube de talco perfumado “Luxor”, como el nombre de la arcaica ciudad egipcia, porque me había untado las partes íntimas para sorprender gratamente a mi duquesa vetusta. De más está decir que parecía un serafín recién descendido del cielo, rodeado por una blanca nube perfumada.

Deambulé casualmente hasta que, al llegar a la entrada, pude ver algo desolador, cataclísmico…

El chofer de Mirtha se encontraba parado en la vereda junto a la limosina, vestido con sus mejores galas oscuras como ala de cuervo, con guantes blancos y una expresión afligida.

—Se nos fue, señor Chippo… la señora… se nos fue… Estamos perdidos, sus hijos son gente cruel, malévola, me despedirán a mí y usted ni siquiera podrá pellizcar nada de sus bienes a pesar de que fue el que más la hizo feliz en los últimos años. Doy fe de ello… doy fe…

Dejé al pesaroso auriga de la finada dama y mirando hacia adentro y tragando saliva —no resistía los velorios por un evento de mi adolescencia que alguna vez les narraré, oh fieles siervas—, me decidí a entrar para rendir tributo a la cámbrica mujer que hiciera felices tantos días de un servidor y su fiel podenco, Spinfo, que en este momento estaría aullándole al destino por ser tan cruel con su esmirriado cuerpo apestoso.

Y entré y la vi, lánguida y pálida dentro de su sarcófago donde yacería a través de extraños evos. Me acerqué a ella a rendirle tributo mientras unas plañideras gemían en los rincones, esperando su paga de un doblón de oro por tal efímera actuación.

Sus manos estaban frías, puestas sobre su pecho como si se tratase de una burla sobre su antediluviana longevidad que había concluido en este eón. La observé desde la distancia enorme en la que me encontraba, más allá del tiempo y el espacio, sintiéndome frente al acontecimiento cósmico que era la despedida de mi subrepticiamente bella mecenas. Fueron unos minutos que parecieron evos, donde caían especies y civilizaciones aullándole al cielo su dolor de extinción, minutos que se sucedieron en el reloj de oro que colgaba de la pared de la sala, reloj que ya habían avizorado varias ancianas que chasqueaban la lengua y extraían sus celulares para sacarle fotos y cotizarlo en la telaraña de información…

Hasta que la vi.

Era un calco de mi mecenas, aunque unos cinco mil años más joven. Una belleza imberbe y núbil que se detuvo frente al ataúd e hizo un gesto incomprensible, algo entre una sonrisa socarrona y un mohín triste…

Y en ese preciso instante me prendó.

Bueno, mis obesas féminas, el “prendarse” para mí no significa lo mismo que para otros sementales, ya que, en mi caso, prendarme no deja afuera del cerco de mis estepas a otras bellezas que asisten a mis hazañas con curiosidad y ardor, como ustedes lo hacen, así que a no desesperanzarse que este suculento rosbif sigue sobre la parrilla para saciar su hambre de lujuria.

Y volviendo a la historia, ella me miró y no muy disimuladamente, hizo una perversa inspección visual a mi entrepierna aún más perversa. Y el tamaño de sus globos oculares se acrecentó y su lengua húmeda recorrió sus labios… gesto que continuaría en el que fuera el lujoso dormitorio de mi mecenas, donde penetré a la imberbe hasta hacerla excretar la delicada crema de su esfínter sobre mi anhelante ingle.

Así estuvimos toda la noche, ella bebía vino en una copa y después el néctar de mi ánfora cárnica como si de una oréade se tratase y les aseguro, oh mis voluminosas aspirantes a un tour de absorción de mis excreciones dionisíacas, que su servidor estuvo a punto de sucumbir ante la lujuria de esa zagala que saliera hacía unas horas de un colegio de monjas, y que ahora estaba entregada al culto pagano donde el tótem a adorar era mi cilíndrico callado de trémula carne.

Cuando terminamos ella me confesó que era la heredera principal de Mirtha y su nombre era Juana y creí recordar unas fotografías donde su rostro, el de esta inocente hurí del harén de un Sultán eunuco, tenían manchas de color marrón de inquietante procedencia.

—Ese fue un “amigo” que me engañó para retratarme mientras comía… chocolate… — me respondió, ante lo que no dudé porque mis esponjosas diletantes, ¿cómo dudar de tan angelical flor que creció sobre las huellas húmedas que dejan las plantas descalzas de una diosa del amor?

Pero lo más importante, y para concluir esta mórbida historia que terminó en triunfo y solaz para un cansado servidor, les diré que la bella Juana me entregó el título de un terreno en la playa que su ascendente de varias generaciones ha, dejara para mí y que ella se pensaba apropiar, pero ante mis dotes amatorias, cambió de opinión e incluso, firmó un suculento cheque para que el amable y fiel auriga de la arcaica dama lánguida tuviera un destino más que satisfactorio..

En mis próximas crónicas, les narraré qué pasó con ese terreno y de algo más profundo que hizo que Chippo, SU Chippo, terminara gritándole al destino por perder uno de sus placeres más ditirámbicos.

Fin… ¿o el comienzo? O el fin de ésto pero el comienzo de otra cosa… o algo parecido.