Mis furibundas cebonas, esta historia es un poco diferente a lo que las tengo acostumbradas porque se trata de un esfuerzo por transformar a una mujer pudiente y que se profesaba superior a las demás de su condición, en humana.
Y la hagiografía —adjetivo que utilizo porque ella se concebía casi como una santa— comienza de esta forma…
Recorría un barrio de edificios espigados sin saber por qué lo hacía. A veces me sucedía tal extrañeza, dominándome una bruma de sensaciones cuyo esclarecimiento era inextricable.
Ya creía que, al llegar la noche, ascendería en uno de los tantos forcaces que se desplazaban entre tinieblas, para que sus aurigas recogieran lo que los potentados desechaban para regresar a mi villorrio, cuando la vi. Era alta, espigada como los edificios y su cabello rubio platinado brillaba con los reflejos heterogéneos de las luces del semáforo bajo el que se encontraba apeada.
Primero pensé que era una señora de fácil adquisición, pero su ropa —de Tzara, marca que consumían muchas de mis partenaires— la mostraban como una dama de sociedad que transitaba por una malaventura.
Me acerqué a ella, intentando no acoquinarla con mi estampa singular y haciendo un gesto de gallardura con mi brazo derecho, le pregunté:
—¿Necesitáis algo? ¿Transitáis algún impedimento que atribula la normalidad de tu existencia? —dije, ante la sorpresa de su rostro de mayólica.
Ella dudó unos instantes, pero enseguida respondió con su altanería de dama mundana.
—Espero a mi chofer… Mi esposo aguarda por mí en una fiesta de Alta Sociedad… Pero… —y sus ojos se iluminaron de una forma encantadora— ¿por qué alguien con tu estampa habla de forma tan… refinada? ¿Cuál es tu misterio?
Y yo solo respondí con una sonrisa, como lo hacía desde el comienzo de los tiempos cuando las musas apenas visitaran mis noches solitarias.
Eso pareció cautivarla, porque moviendo la cabeza de una forma encantadora, me susurró que sentía una necesidad de ahondar en mis mieles, en saber qué me daba el hálito de vida que transformaba un ser aparentemente despreciable, en una entidad subyugante y sensual.
En ese momento sentí la necesidad de saber, de descubrir qué la hacía tan elevada, tan diferente de las mujeres que había conocido hasta el momento, si era tan etérea como parecía ser y por qué su cuerpo de carne, sangre y vísceras no era igual que el de las demás hembras humanas.
Conversamos durante mucho tiempo, sentados en un café cercano, “íntimo”, dijera ella, un lugar donde se encontraba con hombres que la seducían y que no eran igual que su cónyuge, un ser despreciable, adinerado y auto encumbrado.
Pasaron los minutos, las horas, hasta que la convencí de que partiera conmigo para conocer mi zaquizamí, aventurándole que era nada más y nada menos que la buhardilla abellacada de un artista en ciernes.
Su auriga era un ser estirado que ni me dirigió la palabra, casi se podría decir que perteneciente a su clase, aunque un peldaño —o varios— más abajo del que provenía ella.
La belleza insondable se llamaba Shirley y me confesó, que en su juventud no había sido de sangre noble, que sucumbió a la buena vida que le ofrecía su actual esposo, y que después algo la hizo perder entre efluvios de la magia que producía el bienvivir.
Cuando llegamos a mi zahúrda, por primera vez en mi existencia me sentí avergonzado, incluso medité el haber llegado minutos antes y lavar y vestir con uno de sus pocos trajes a mi fiel Spinfo, que roncaba con las extremidades hacia las estrellas mientras un centenar de insectos volaban en círculos sobre él.
Pero ella, sonrió y no esbozó comentario alguno, lo que la situó aún más arriba de lo que yo había imaginado, prácticamente hollando el olimpo. Y eso me provocó todavía más, la necesidad de humanizarla, de volverla un ser epiceno, vulgar y por debajo de un servidor. ¿Por qué me había invadido tal necesidad? Aún desconozco el motivo, pero mis aduladoras, les aseguro que fue algo que trascendió mis sentimientos y posibilidades.
La hice hollar mi tugurio y ella, aún mantuvo su aristocrática estampa, casi flotando por el suelo de tierra cubierto por linóleos imbricados con motivos egipcios que, hasta el momento, había considerado de una finura increíble, pero que ahora se me presentaban como cosas vulgares, casi vergonzantes.
—Disculpad la vulgaridad de mis aposentos, Dama de Alta Alcurnia, pero es que jamás imaginé que alguien como vos hollaría estos suelos.
Ella sonrió de tal forma, que provocó que mis rodillas temblaran y dudara si era un ángel o un ser mundano como yo, que hasta el momento me había creído por encima del muladar que llamábamos civilización.
Con premura, pero a la vez diligentemente, la llevé a mis aposentos y cubriéndola de carantoñas, le sustraje la ropa cara. Con mi lengua y saliva birlé su perfume Chanel y cuando menos se lo esperó —o cuando más —, la ubiqué como si de un podenco femenil se tratase y con mi mastodóntico miembro penetré su ano, empujando una enorme cantidad de aire en su recto. Sin esperar tal embate, ella dejó escapar un gemido sutil que todavía la ubicaba en un lugar más allá de los Campos Elíseos, hollando las nubes con sus pies descalzos de plantas rosáceas y suaves como el terciopelo, por lo que insistí una y otra vez hasta que “voilá”, su cuerpo bajó desde el Olimpo a mi sucio y húmedo camastro, dejando escapar una pequeña ventosidad.
—Ups… —dijo ella, y rio encantadoramente, pero ya surgía de su concha de finura para ubicarse en el universo de lo mundano.
E insistí con mi ariete sustancioso una y otra vez, hasta que las pequeñas ventosidades se transformaron en explosiones pestilentes que comenzaron a invadir mi casa e incluso, las aledañas. Cuando extraje mi miembro de su recto, ella eclosionó en una lluvia de materia oscura, hedionda, que cubrió de coágulos mucilaginosos mi cama y paredes. Se rio de forma extraña, casi se podría decir que grotesca y en ese momento me di cuenta de que los ángeles no son más que demonios enmascarados con plumas de cisnes, que, en la mujer más fina, hay un ser inefable que excreta materia fecal y orines malolientes.
Y me aparté de ella y le di un balde, un trapo de piso agujereado y un escobillón para que extrajera su humanidad de mi santuario.
Y ella reía como una demente, mientras limpiaba y se volvía a defecar agradeciéndome el volverla humana, el apartarla de la falsedad en la que había vivido hasta el momento.
Pero yo, parado a metros de su cuerpo desnudo y manchado de cuajarones de un ocre espantoso, la observaba consumido por la realidad, sin sentirme feliz como lo estaba ella, esperando que extrajera hasta la última gota de inmundicia para que partiera de una buena vez en su carruaje, a su mundo de mentiras y perfumes caros, donde sus desechos malolientes se enmascararan tras las paredes de un wáter de oro y porcelana de la más alta factura, apartándola de la humanidad para sentirse superior al resto de los mortales.
Y si eso ya era decepcionante, Spinfo se acercó a ella, como lo hacía el abyecto podenco con todas mis conquistas después que las impregnara con mi abundante simiente, y en lugar de lanzarse raudo sobre su pierna para tener su parte del botín, oteó el aire, hizo un gesto de desagrado —si un vil animalejo como él puede tenerlo realmente—, y huyó ululando como si la parca intentara arrastrar su miserable alma a un limbo, donde las alimañas como él se difuminaban hasta no dejar huella.
—La próxima vez traeré mi Channel Nº5… —concluyó ella con una risita patosa, dándome su elaborada tarjeta imbricada en oro antes de partir en la noche umbría, derrumbando estrepitosamente con esa última y pedestre frase, toda la teogonía que mi mente obnubilada había erigido alrededor de su efigie, y haciéndome sentir una vez más un ser luminiscente en medio del erebo en el que me había tocado aposentarme.
Το τέλος