Chippo’s Diary 02
29 agosto, 2021

Chippo’s Diary 01

Día 21 de setiembre, albricias, ¡Primavera!

 
Estoy sentado en una reposera.
El calor veraniego se prende de mi piel como el aceite en una sartén en la que se hicieron demasiados huevos fritos…
Noche de verano, aroma a colonia Coral Lavanda… Pensé que no se hacía más, pero se conocen mitos sobre frascos de cinco litros que descansan en los ajuares de innobles ancianas de batones cortos e innumerables várices.

Calor, mucho calor. Me estoy tomando un vaso de cerveza vetusta… encontré la botella en uno de los muebles de la habitación que alquilo a mitad de precio, por las chinches. Cerveza sin nada de gas, tibia… pero gratis. Un verdadero regalo de Zeus, el hierático dios que mora en las cumbres del Olimpo… néctar proveído por ninfas que se esconden en el rabillo de los ojos.

Volvamos a lo que me sucedió esa noche increíble donde fui sorprendido por una de esas pocas postales maravillosas de la vida.

Yo soy heterosexual, con lo que ello implica. No me gustan los hombres, pero sí todas las mujeres… TODAS, con lo que eso también implica.
Pero tengo un problema, mi mente casi siempre lúcida no capta completamente las sutilezas.
No es que yo no sea preclaro en eso, pero todos tenemos como una muestra de vesania a veces que no nos permite captar ínfimas diferencias estéticas… Y yo tenía ese minúsculo problema que muchas veces había traicionado mi militancia heterosexual.

Y esa noche de un 21 todo mi acervo, toda mi experiencia se vieron comprometidos por la duda de saber si la sugestiva mujer que caminó junto al aljibe era merecedora de mis encantos insondables y mi sensualidad desbordante…

La aventura comenzó con el antes mentado aroma a Coral Lavanda inundando el patio del hotel. “El Atezado Ditirámbico”, un alojamiento que yo frecuentara en las proximidades de la ciudad de Brinco, poseía un patio rectangular que se extendía hasta los rincones más umbríos del edificio arcaico y ominoso.
En medio del patio existía un enorme aljibe circular terminado en un techito de tejas que se caían de vez en cuando y provocaban algunos chichones a los visitantes del hotel que, en la mayoría de los casos eran prostitutas, agentes viajantes de empresas casi arruinadas, trabajadores de la gran planta de reciclaje de mandioca que se construía cerca y enanos, muchos enanos.

Era por eso por lo que no entendí qué hacía tal beldad circunvalando el aljibe, en medio de sugestivos aromas de la colonia, mixturados con el de tortilla de papas levemente quemada.

Yo no sé ustedes, mis solícitas y queridas lectoras, pero a mí la tortilla de papa apenas quemada me puede, ni hablar de esos perfumes exóticos ya extintos como Colonia Coral, Maderas de Oriente o Carpincho Noir.

¿Quién no usó negligentemente todo el perfume Maderas de Oriente para apoderarse del escarbadientes, que la envasadora introducía dentro del cristal emulando una rama fragante, para saborear su rancio gusto a madera barata y colonia aún más asequible?
Porque ahí estaba su encanto, a veces lo más sucinto es lo que en su supuesta simpleza, sublima los pensamientos que surgen del alma.

Embebido en mis lucubraciones, no me di cuenta de que detrás de mí se acercaban unos pasos sensuales, felinos, surgidos de unos pies que casi se deslizaban sobre la brisa nocturna. Sentí una sensación extraña en mi estómago y me bebí lo que quedaba de la cerveza.

Nervios: Muchos.
Sentimientos: Insondables.
Impresiones: Ilimitadas.
Aromas: A chinchulines un poquito pasados de lumbre.

Así me sentía, cuando la vi contra el resplandor lechoso de la luz de la luna, sin querer dar a entender que “lechoso” es la metáfora de lo qué pasaría unos minutos más tarde, porque no van a ver nada aquí que pueda lucubrarles imágenes que un caballero como yo, no quiere que se manifiesten… No… no… cielos que no… y que no… y que no…

Su nombre… su nombre… llamémosle “Búgula”, —nuevamente que no…— como esa planta perenne azul, que nace en el campo de forma salvaje, provista de un rizoma de la que emergen largos estolones y tallos enormes, pubescentes. Ella, “Búgula”, era como esas flores y su estampa hace que sus recuerdos imbriquen mi mente de efluvios a gas de garrafa de tres quilos combinados con fideos con aceite de soja y queso con un leve vaho rancio.

Y ustedes se dirán, impacientemente, “¡cuéntanos Chippo, dinos más, dinos qué pasó esa noche!” Y oh, mis fieles lectoras, les contaré de una buena vez, qué acaeció esa noche feérica y sudorífica.

Enanos, muchos enanos corriendo, por un lado. No sabía por qué o quizás no me interesara, pero si lo analizamos de forma profunda, probablemente eran una metáfora de mi vida: “cada día me sentía como viviendo en una realidad con enanos que corrían a mis lados, sin parar, sin pausas, sin…”, bueno, algo así.

Búgula —jamás revelaría que su verdadero nombre era Florencia, ups, se me escapó y ahora entienden lo de nombrarla como una flor salvaje— era la cosa más sensual que se podía encontrar en un hotel de mala muerte perdido en el confín de la tierra, mientras decenas de enanos en calzoncillos corrían alrededor y cada tanto defecaban sobre las baldosas cascadas y con motivos floreados en calipso. Y cuidado, lo de los enanos quizás no sea real, quizás sea una simple parábola para hacer que sus mentes se pierdan entre ensoñaciones y florituras, o quizás no…

Y Búgula, disculpen que me disperse ya que no soy escriba ni hierofante, —hierofante no sé qué es, pero su disonancia me produce sensaciones y cosquilleos en la ingle— Búgula caminó por allí, con sus largos dedos de uñas como puñales rozando los vidrios de los cuartos, haciéndolos chirriar como grillos que son devorados por sapos indolentes o minúsculos saurios antediluvianos.
Pero ¿cómo describir bien a Búgula si no se es un gran escriba que con su prosa ha adornado cada día de los admiradores de las letras de todos los tiempos? ¿Cómo intentar introducir en sus mentes preclaras la magia que yo viví esa noche, el sonido chirriante de sus uñas en los vidrios, el flap flap de sus chanclas hechas con goma de tractor que dejaban asomar sus uñas pédicas que castañeteaban en el suelo con cada paso como extremidades de ástaco y el aroma lavanda a Coral extra fresca que, disimulaba malamente el olor rancio, pero principalmente humano que surgía de debajo de sus axilas y otras partes non sanctas?

—Hola, efebo… — me susurró una voz cascada y gruesa que podría haber no sólo apagado la flama de un farol a querosene, sino que también pulverizado su vidrio en miríadas incandescentes—… una noche sugestiva, ¿no? Eso si sabes lo que es la palabra sugestiva y también efebo…
—Las sé… —mentí. Ella pareció satisfecha con mi asentimiento.
—Bueno… un chico listo… Te he visto tras el cristal de mi ventana… la de ventanas con motivos de pequeños dinosaurios púrpuras…
—Barneys…
— ¡Pequeños dinosaurios púrpuras!

Asentí, cuando se encontraba una mujer con carácter en este mundo de mujeres solícitas y entregadas al culto de la fecundidad exacerbada, lo mejor era dejarla ser, dejarla dominar la situación.
—Pequeños dinosaurios púrpuras… — la secundé y con eso logré una enorme sonrisa de dientes blancos y dorados, más dorados que blancos por el oro que deslumbraba mi visión y la hacía parecer una máscara robada de las Minas de Salomón Rey… o al revés, creo… ustedes me entienden y el que no me entiende que no lea y busque en una obra de William Chespirito sus necesidades numinosas.
—Eres un hombre lindo… —atacó la cimbreante beldad, mientras se sentaba en el borde del aljibe que abastecía el hotel y cruzaba sus piernas delgadas como varitas de mimbre. Las uñas de sus pies se agitaron y golpearon entre sí con un sonido similar al de una estera china azotada por una ventolera otoñal.
Casi caigo en el pecado de la autocontemplación exacerbada y le digo: “Lo sé”, pero evité tal vileza y solo asentí humildemente.
—Y veo que tus gustos sobre literatura son… sugestivos… — agregó, señalando mi revista Drag Boy, la que la providencia me obsequió cuando la encontré tirada en un tacho de la basura, embadurnada en una especie de líquido blancuzco y pegajoso, quizás yogurth sin gusto o algo de la misma variedad. Lo jocoso es que horas más tarde, imaginé que el líquido era de origen extraterrestre porque cuando volví a abrir la publicación, la peculiar materia se había secado y parecía una especie de talco… misterios ontológicos de una realidad ambidiestra.
—La… compré… en la capital… —mentí, pero una mentirilla blanca no era algo nocivo, sino una forma de mostrar mi sofisticación, que la tenía, aunque me costara tanto demostrarlo.
—Ah… y te gustan… esas cosas… — agregó e hizo chirriar la uña de su dedo índice sobre el ladrillo colorado del aljibe.
—No te imaginas cuánto… —le respondí sin saber a lo que se refería, pero logrando una sonrisa aún más amplia con mi comentario por lo que me di cuenta que fue algo acertado.

Porque lectoras mías, no importa lo que se diga, no importa cómo se diga, solo importa que se provoque lo que uno desea provocar y en este caso, yo logré provocar que la sensual hurí, quedara prendada de mi persona, como podrán ver en los próximos renglones llenos de evocadoras imágenes.

Una Cama, un susurro con aroma a viñas hieráticas, un rozar de unos dedos que dejaban marcas como de cuchillos en la piel, un sudor extrañamente parecido al aroma que dejan escapar las cebollas hervidas…

Y me desperté.

Me levanté, desnudo, con mi cuerpo cubierto de arañazos y mis músculos doloridos por el trajín nocturno. Apenas recordaba lo que había pasado entre flashes e imágenes que se recortaban en mi memoria obnubilada.
Pero lo más importante, era que la belleza no estaba.
Ella, la guapura hecha carne, antes de partir quizás dominada por un sentimiento de amor y satisfacción por mis acrobacias y piruetas sexuales, me había dejado una bolsa con bizcochos de membrillo sobre la mesa de la habitación.

—Por adelante… no… Estoy, enferma…

La frase me daba vuelta en la cabeza mientras caminaba hacia su habitación decorada con cortinas de Bar… de dinosaurios púrpuras, o violetas, no recordaba, pero eran pequeños dinosaurios y no ese ser infame y mucilaginoso que bailaba bajo las oscuras y arcaicas piedras de Kadath, la del frío y yermo Leng, con niñitos de extraños gestos y movimientos ditirámbicos que le aullaban a una suculenta provisión de galletas Oreo.

Pero para mí pesar y sorpresa, las cortinas no estaban. Es más, todo se veía sellado y parecía vetusto, inveterado y sin que nadie hubiera habitado el lugar por décadas o quizás, eones.

Caminé buscando una respuesta a mis innumerables preguntas hasta que la encontré en la voz y el aliento fétido de Ben Carruay, el borracho del hotel, anciano como las piedras que se alzaban al cielo construidas en las noches arcaicas de Salisbury, Colombia, por druídicos danzarines que aporreaban timbales hechos con piel de ratita por manos inhumanas y negras como bananas podridas…

—Oye, enhiesto y venerable longevo de luengas barbas blancas, háblame, dime cosas sobre la bella mujer que vivía en esa habitación…

El hombre me miró sin entender nada o como imaginé y creí fervientemente, jugando el antiguo juego de la vida en donde se oculta el conocimiento detrás de una negación plausible.

Medité unos segundos que fueron minutos, mientras el venerable desecho humano me observaba sin parecer comprender la pregunta.
—Añoso Matusalén, os insisto con mi súplica… ¿dónde se encuentra la beldad que habitaba esa habitación?

Ojos bizqueando y un eructo que parecía el efluvio de la fosa común de una batalla arquetípica. Y de responder, nada, así que me decidí a bajar de mi pedestal de vocablos sofisticados y le hablé en su jerigonza ignominiosa:
—En la habitación esa, la mina que vivía… que ayer estaba… ¿sabés donde mierda se fue, vejestorio mamachotas? Dale pedazo de mugre hedionda que no tengo más tiempo que perder con tal pedazo de bosta como vos…
Y las palabras en el burdo y mágico dialecto parecieron hacer efecto, porque ahí el geróntico ser asintió cuando vuestra merced, oh adiposas majezas que leen esta pequeña obra, yo invoqué mi conocimiento del “dialecto adecuado”.
—Ahí vivió el Negro Jorge… —regurgitó mientras tosía dejando escapar una lluvia de gotitas que semejaron un arcoíris de matices agracejos— era un boxeador del pueblo que un día quiso ser mina… se hizo cortar el pito por una curandera que le hizo un tajo porque quería tener “conchita” y se agarró una infección y un día lo encontraron muerto porque andaba con sifilíticos. Pobre negro… era buena gente, un poco puto pero buena gente…

Me retiré dándome cuenta de que ese “Black George”, no era la damisela a la que me refería, que quizás fuera un espectro que acechaba por las noches a hombres de bien, con pensamientos inconmensurables y creativos… algo que YO soy, un ser mundano pero avezado en todas las artes existentes…
Pero eso, eso… eso ya es tema para otra historia, mis bellezas…

Fine.